
De como Carmencita iba al patio de Esperanza
Las mañanas de los sábados, el patio de Esperanza se convertía en un oasis creativo donde los niños despertaban al amor por la cultura, el arte y la poesía
I
Los sábados por la mañana eran otra historia. Los niños habían oído hablar de Esperanza, una mujer que era especial. Tenía sus capacidades físicas mermadas a causa de la polio; no así las mentales, que las tenía fortalecidas, lo que hacía que la pobre mujer se entregara en cuerpo y alma al duro menester de la poesía, la pintura y todo lo que de alguna manera tuviese que ver con la cultura.
Sus manos, tiernas y sensibles, mostraban una nostalgia expresiva que se inclinaban hacia abajo debido a la rigidez que las había encorvado. Los dedos, aunque torpes, eran capaces de acariciar una pluma o un pincel y dar vida a una nueva creación sobre el papel. Ella se apañaba. No se quejaba por lo que no podía hacer, sino que se alegraba por todo lo que la vida le permitía, se maravillaba ante la belleza que aún podía encontrar en las pequeñas cosas y en los pequeños detalles.
No era una mujer al uso de la época. Vestía diferente y se peinaba diferente. Muy a menudo solía ponerse un chaleco florido de colores vivos y un pantalón rosa fucsia que que le aportaba un toque inconformista para los tiempos que corrían. Tenía el flequillo puntiagudo que le caía sobre la frente. Sus ojos achinados proyectaban una profunda mirada que se mezclaba con la afabilidad de su sonrisa. Su menudo cuerpo se movía con torpes movimientos debido a la rigidez muscular. Sus zapatos, muy dispares, cumplían con la labor de acomodar sus quebradizas piernas de una manera algo simétrica en el suelo lo que le permitía una movilidad medianamente digna.
Antes de la llegada de los niños, su padre preparaba el entorno en el patio que era como una zona acotada cercana a la vivienda que le habían robado al terreno de un extenso huerto que tenía la casa.
Era un patio amplio y se ubicaba en un recodo, como si lo hubiesen hecho dispuesto a propósito para resguardarse del calor veraniego Había una mesa en el centro. La rodeaba una arriate hecho de obra que alternaba el espacio haciendo las veces de banco para sentarse con el acomodo de macetas de todas las especies. Dos troncos de parra, situado uno frente al otro se elevaban desde el suelo torneados sobre cada pared hasta la volada del tejado disponían una maraña de sarmientos y hojas sobre un parral que ocupaba toda la zona del patio lo que aportaba una nutrida y refrescante sombra.
Había un señor que siempre iba con boina y chaleco y que resultaba ser le padre de Esperanza. Antes de que apareciesen los niños baldeaba el patio con una manguera presionando con el pulgar la boca de la goma incidiendo con especial atención debajo de las macetas para que saliese toda la hojarasca que pudiese haber.
II
Aquellas mañanas de verano en el patio de Esperanza se asemejaban a un oasis en mitad de un páramo. Allí, la anfitriona recibía con cariño a los niños que se alejaban del ruido del pueblo. Era condición esencial llegar con puntualidad ya que no hacerlo se corría el riesgo de no poder entrar.
Cuando consideraba que todos los niños habían llegado, Esperanza lanzaba una miraba cómplice a su padre. Entonces éste desaparecía para cerrar con llave y cerrojo la puerta de la calle. Después se acomodaba en una estancia que tenía una ventana que daba a la calle. Allí, mientras hacía las labores de vigía, echaba un vistazo a algún periódico de fecha pasada a la vez que miraba con cautela por el visillo.
También era muy común que apareciesen Federico García Lorca con sus “Lagartos llorando”, Antonio Machado “Haciendo camino al andar” o Miguel Hernández dando la receta de como conseguir “La Libertad”.
Los niños, sentados en corro en torno a la mesa llena de libros desgastados, revistas, fotos de cuadros y algunos folios blancos junto a unos cubiletes llenos de lápices de colores, oían con atención historias sobre un tal Blas Infante, que no sabían muy bien quien era pero que a buen seguro debía ser alguien importante ya que se les hablaba en tono muy bajito y confidencial.
También era muy común que apareciesen Federico García Lorca con sus “Lagartos llorando”, Antonio Machado “Haciendo camino al andar” o Miguel Hernández dando la receta de como conseguir “La Libertad”.
Aquel espacio era único, genuino. Solía la anfitriona invitar a un niño, casi siempre coincidía con alguno que era nuevo porque no había sábado que no llegase alguno, a buscar entre la montaña de libros desordenados de manera caótica e intencionada al autor que ella le encomendase.
No había orden, ni alfabético ni por géneros. Entonces el niño, algo cortado, comenzaba a buscar leyendo uno a uno los títulos y autores de aquellas pastas desgastadas de los libros. A veces coincidía que el libro a buscar era el penúltimo, o el último. Al pobre muchacho, con la sana intención de la docencia, se le había invitado a leer todos y cada uno de los escritores y eso era como memorizar de manera inconsciente el nombre de aquellos hombres que fueron silenciados. Cuando hubo encontrado el libro encomendado, se lo pasaba a Esperanza, las cual llamaba a alguno al azar. Le tocó a Carmencita.
– Carmencita, ven. Toma el libro. Ahora te toca a tí. Cuida la entonación. A ver, comienza en este renglón.
Carmencita comenzaba el relato, entonando como le había indicado, con algo de vergüenza y con un suave vaivén en sus caderas para acompasar la lectura.
– A ver, Carmencita. Estás leyendo para que te oigan. Tienes muchas cosas que enseñarles a estos niños así que tienes que leer un poco más alto, para que ellos te escuchen pero sin dar voces, que los que a los que pasan por la calle no les interesa esto. Porque tú quieres que te oigan aquí ¿no? – ¿A que no la oís bien? – preguntaba Esperanza al improvisado público. Todos asentían con la cabeza.
Esperanza tenía un don especial de decir las cosas para que las entendieras. Era como un director de orquesta que, con un solo movimiento de batuta, organizaba a todos los músicos. Sabía cómo marcar el ritmo preciso en cada momento.
– Venga. Comienza de nuevo. Entonces Esperanza cedía nuevamente el libro a la niña señalando con el dedo índice el primer verso para comenzar al alimón la lectura del primer renglón como intentando marcarle el paso a la niña:
-El lagarto está llorando….
Entonces Carmencita dejaba volar su imaginación y entonando como le habían indicado, recitaba casi a la perfección aquellos dulces versos de García Lorca que los demás niños del patio bebían como caminantes sedientos al acercarse a una fuente de agua fresca.
“El lagarto está llorando.
La lagarta está llorando.
El lagarto y la lagarta con delantalitos blancos.
Han perdido sin querer su anillo de desposados.¡Ay! su anillito de plomo,
¡ay! su anillito plomado
Un cielo grande y sin gente
monta en su globo a los pájaros.
El sol, capitán redondo,
lleva un chaleco de raso.
¡Miradlos qué viejos son!
¡Qué viejos son los lagartos!”
Una vez terminado el tiempo de la lectura llegaba la hora del dibujo. Aquí la cosa cambiaba. Esperanza invitaba a los niños a contar una historia con un dibujo que debían crear a partir de tres palabras, tres adjetivos o tres elementos que lanzaba al azar.
– A ver, – decía – hoy tenemos “OLIVO, PALOMA, y AZUL”. Las dejaba caer en la imaginación y los niños, con la inocencia que los caracterizaba las ordenaban y daban forma en el papel. – Pensad que podemos sacar de ahí y a ver como lo plasmáis en el papel.
La improvisada maestra iba recorriendo la mesa, observando uno a uno los dibujos que se iban haciendo mientras invitaba a no tener prisa, a pensar bien lo que querían plasmar y a tener cuidado a la hora de perfilar el dibujo.
– Es importante que el boceto no esté muy marcado para poder borrar después los trazos que no sirven. -solía decir -. Y los colores no deben mezclarse sin sentido. Si los pones sin criterio puedes ensuciarlos y no tendrán el efecto que deseamos.
Cada cual hacía su dibujo como mejor le parecía. Todos tenían su impronta, y que, en algunos casos, se convertían en auténticas historias coloristas.
Poco a poco se iba pasando la mañana entre rimas de poetas y dibujos de colores.
Una vez finalizados eran expuestos sobre un caballete de pintura donde Esperanza hacía una crítica constructiva de cada uno. Solía potenciar las dotes de cada “artista” comparando el dibujo realizado con alguna obra de algún consagrado pintor.
– Este tiene trazos que nos recuerda a Picasso, -indicaba- . No olvides que en el próximo que hagas tienes que tener más definición en estos colores. – Y este otro, mirad, parece como sacado de un cuadro de Dalí. Me recuerda a la “Muchacha en la ventana” ¿Verdad?. – y este quizás se parezca a uno cualquiera de Modigliani.
Estaba claro que los niños asentían, casi por compromiso porque a ninguno, o a casi ninguno, les sonaban aquellos cuadros que Esperanza citaba de manera coloquial e intencionada para despertar el gusanillo de la curiosidad en aquellos futuros artistas y a buen seguro más de uno se las ingeniaría para buscar en los libros aquellos cuadros a los que se parecían aquellos dibujos.
Entonces Manuel, que es como se llamaba el padre de Esperanza aparecía con una gran fuente de loza llena de brevas cortadas al amanecer, brevas como puños y que tenían un dulzor que casi picaban al paladar. Y un plato grande con aceite, un aceite espeso de color verdoso para que los niños mojaran un pan cortado a “cachos” y que Esperanza disponía de manera piramidal en una bandeja plana y ovalada.
Los niños, algunos arrodillados sobre las sillas, alargaban el brazo para meter los dedos en el aceite con aquel pan tosco y asentado de corteza dura.
– Tranquilos, tranquilos. Tened cuidado. Esperad que hagamos sitio – decía Esperanza mientras se apresuraba a quitar del medio los libros y revistas por miedo a que se manchasen.
A Angelitas, por la primavera cultural que nos sembró






































Una vez más, me he emocionado al leer tú relato, es de una luz y una sensibilidad, que hace que se me escape alguna lágrimilla contenida.
y como siempre, a la espera de una nueva historia de Carmencita.
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Fabuloso,
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Me ha encantado….se ve cómo Angelitas te influyó y la importancia de personas así en la vida de cualquier niño o niña
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que relato más bonito
Rafa
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La has descrito primorosamente, tanto a ella como al ambiente que lograba crear, muy distinto, en aquellos años, del que normalmente se encontraba en la escuela.
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