EL TALLER DE LA COSTURERA

Carmencita abrió la puerta con mucho cuidado para que las mariposas desgastadas de barro cocido que colgaban del techo junto aquellos finísimos tubos metálicos no tintinearan demasiado. En el mostrador no había nadie y la estancia estaba vacía. Esperaba una tienda concurrida de mujeres ya que pronto llegaría la época de las comuniones. Miró alrededor percibiendo el olor de las telas y el frescor de la tienda enfriado sin duda por los altos y gruesos muros encalados. Una puerta de un azulón grisáceo con la maneta a medio soltar estaba entreabierta lo que permitía que se colara el jolgorio del patio. La única luz de estancia provenía de una ventana situada a la izquierda del mostrador donde una mosca luchaba sin éxito «embistiendo» una y otra vez contra el cristal, como intentando zafarse de la escena.

-Dale que dale, que dale
Toma que toma, que toma
Que tengo una novia que vale
Más que las fuentes de Roma…

Las cantinelas venían de un patio recogido pero soleado y que aquellas primeras horas de la tarde primaveral invitaba a la alegría. Por toda sombra, una higuera frondosa, dejada a su suerte con las ramas vencidas quizás por su edad. Unas pilistras, que servían de guarida climática a Simón, un gato negro que se había acomodado en la casa y que se ganaba el sustento diario con cuatro carantoñas a la dueña, teniendo como único instinto animal el de perseguir a algún que otro pajarillo que por allí revoloteaba, enfilaban el frontal de la pared del fondo.Era como en una especie de formación militar capitaneada por dos flores del pato, que sin duda eran las más gallardas del patio. Por último unos geranios colgaban de la pared sobre unos soportes hechos con los aros de aquellos calderos de zinc que se estropeaban del uso o por el paso del tiempo.

El taller de una costurera era un refugio donde el tiempo parecía detenerse. Un espacio impregnado con el aroma a hilos y telas, donde el ritmo pausado de la aguja y el dedal marcaba el compás de la creación.

Las jóvenes, cercanas en cantidad a la decena, laboraban entre canastas de mimbre llenas de telas, donde hilvanaban y cosían sentadas en sillas bajas de anea mientras cantaban al unísono.

Carmencita se acercó a la ventana agudizando el oído:

– «Quiero vivir en Granada
solamente por oír
la campana de la Vela
cuando me voy a dormir»

Era Teresa, una joven quinceña alegre y guapetona, de mediana estatura y ojos grandes que se levantó soltando su pieza de tela entonando la siguiente estrofa de la coplilla danzando sobre sus piernas mientras mecía con acompasados movimientos los picos de su falda con sus largos y sueltos rizos de color cobrizo lo que le daba un aire mucho más juvenil y divertido.

El coro de las muchachas proseguía a continuación acompañando las voces con las palmas:

-Dale que dale, que dale
Toma que toma, que toma
Que tengo una novia que vale
Más que las fuentes de Roma…

Las risas cómplices de todas se mezclaban en el ambiente mientras volvían, casi sin pestañear, a coser.

Consuelito, una joven poco agraciada y algo más mayor que rondaba los diecisiete, se levanta. Su voz no era precisamente muy canora pero derrochaba arte y alegría.

«En lo alto de la Vela;
hay una campana de plata;
cuando suenan sus metales
dice que, ¡viva Granada!»

– Carmencita, hija. ¿pero que haces ahí como un pasmarote?. -La voz provenía de Doña Gertrudis, que entraba en la escena por una puerta baja que, después de bajar dos escalones, daba a una especie de almacén. Venía arremangada por encima de los codos y secándose las manos con un paño blanco inmaculado.

Doña Gertrudis, una mujer grande, ancha de caderas y con aspecto bonachón, era la que regentaba el local desde que su tía Amalia falleció. Respetaba la doctrina cristiana, y aunque era católica, no era mujer muy creyente que digamos y mucho menos, practicante. En sus círculos más íntimos solía decir: «Yo, lo que se dice creer, creer, no creo, pero que voy a misa, más que todo «por el que dirán» y por si acaso. No vaya a ser que sea verdad y me quede yo sin mi «roalico» de gloria».
Siempre iba con su moño cuidadosamente recogido (o roete, como a ella le gustaba decir) y con un delantal pulcro, rizado y rematado con unos encajes y bodoques, lo que delataba que en otro tiempo, esa tela formó parte de algún juego de sábanas o mantelería de hilo fino. Era de un temperamento más bien áspero cuando se trataba de enseñar. Por eso las muchachas, que rondaban en edad los 14 la más zagala hasta bien entrados los 19 la más mayor, la respetaban ya que de su obediencia dependía la continuidad en el taller.

– Estas niñas no tienen apaño – masculla levantando las manos. – Las dejo solas un rato y mira la que lían. – abre la ventana para dirigirse a ellas.-

– Niñassssss, dejaos de cánticos y a darle a las manos que se va la tarde. – Las jóvenes, al escucharla, se sentaban e inclinaban la cabeza sobre las telas apresurándose a continuar con la labor entre risillas mirándose unas a otras mientras tararean el estribillo de la canción.

El taller, además de arreglos de todo tipo, también tenía gran cantidad de telas dispuestas en rollos que se almacenaban en una especie de estantería infinita y profunda donde se perdían en su interior. Una multitud de pequeños cajones con muestras de botones de todas las formas y colores y bobinas de hilo de coser nos decían que también disponía de todo tipo de materiales relacionados con la costura.

Las más aventajadas se llevaban a casa, sin duda encomendadas por la “maestra”, algunas piezas de hilo y algunos retales para seguir por la noche, una vez concluida la cena, cosiendo o echando hilvanes

Por las tardes el establecimiento se convertía en un taller de aprendizaje donde las jóvenes del pueblo venían, como se solía decir en las casas, a aprender, unas, a ser una mujer como Dios manda, y otras, un oficio, mientras cosían “gratis” para la anfitriona.

Las más aventajadas se llevaban a casa, sin duda encomendadas por la “maestra”, algunas piezas de hilo y algunos retales para seguir por la noche, una vez concluida la cena, cosiendo o echando hilvanes y que por la mañana, apenas amanecía, entregaban en el taller a doña Gertrudis que, si el trabajo estaba bien rematado, anotaba convenientemente en su cuadernillo. Entonces sí les pagaba religiosamente por la tarea al concluir la semana, los sábados por la tarde , a razón de 5 pesetas la pieza de tela.

Doña Gertrudis llama otra vez la atención de la niña.

Carmencita…. ¿me vas a decir a que has venido?

– Mi tía Remedios, que dice que si tiene usted ya arreglado el traje de Don Ceferino, que le urge. – Carmencita hablaba, casi balbuceando sin dejar de mirar la escena del patio.-

Don Ceferino provenía de una familia pudiente, con posibles, y que nunca llegó a casarse. Vivía solo en una casa solariega del pueblo heredada de sus padres, donde multitud de familias se ganaban el jornal en sus tierras o sirviendo en la casa, como Remedios, la tía de Carmencita.

– Carmencita, ¿quieres hablar más fuerte? No hay quien te entienda. – Con lo dispuesta que tu eres para lo que te interesa….-

La niña, obedeciendo, vuelve la cabeza y repite, esta vez, más fuerte, la encomienda de su tía.

– Ya, ya. Ahora si. Espera que lo traigo. Sale de la escena por la puerta grisácea. -Vuelven a resonar los cánticos del patio, lo que distraen la atención de la niña.-

– Aquí está, Los encargos de mis clientes más distinguidos los guardo dentro para que no se estropeen – dice doña Gertrudis entrando nuevamente. En sus manos trae un gran paquete liado en papel de seda y atado con un hilo de cáñamo para que no se deshaga.

-Dile a tu tía que lo he arreglado y he aprovechado para plancharlo y ponerle almidón. Tenía el cuello de la chaqueta rozado y algo gastado pero lo he dejado como nuevo. Ah, y dile que le he asegurado bien los botones del chaleco que andaban algo sueltos. Dentro va la nota. Ya ajustaremos cuentas. Don Ceferino es uno de mis mejores clientes.

– Gracias Doña Gertrudis.

– ¡¡¡Ayyyyy pero que niña más «apañá.»!!! Anda, ven que te voy a dar una cosilla que tengo por ahí guardada y que te va a alegrar la tarde. -Doña Gertrudis coge a la niña de la mano y la lleva a la cocina de la casa donde hay una pequeña alacena con las puertas de celosía. En su interior destaca un tarro de cristal colmado hasta la mitad de chocolate. La buena mujer abre el tarro, no sin cierta dificultad, y saca una onza de chocolate negro que le ofrece a la niña.

-Anda, coge esto y cómetelo. ¡Y no digas por ahí que te lo he dado yo! -A la niña se le iluminaron los ojos. Pocas veces un niño recibía tal ofrenda lo que, desde luego y tal como le adelantó Doña Gertrudis, le alegró sobradamente la tarde.-

Carmencita cogió el paquete con sus dos manos, con mucho cuidado para que no se arrugue como le ha ordenado la costurera, y vuelve para su casa, calle abajo, saboreando entre sus labios la onza de chocolate que le sabía a gloria.

En su cabeza aún resonaba el estribillo de la coplilla que las mozas del pueblo cantaban en el patio de Doña Gertrudis en las tardes de primavera mientras hilvanaban y cosían entre cestas de mimbre llenas de telas y sentadas en sillas bajas de anea.

-“Dale que dale, que dale
Toma que toma, que toma
Que tengo una novia que vale
Más que las fuentes de Roma…”

………………………..

El taller de una costurera era un refugio donde el tiempo parecía detenerse. Un espacio impregnado con el aroma a hilos y telas, donde el ritmo pausado del la aguja y el dedal marcaba el compás de la creación.
Allí, entre el sonido rítmico de la máquina de coser y el murmullo de las conversaciones, se entretejen historias de vida y sueños, de esperanzas, en el que , en un mundo, que en la actualidad es dominado por la producción en masa y la rapidez, el noble arte de la costura se erige como un bastión de un oficio que nos recuerda el valor de la paciencia, la dedicación y la belleza que reside en los detalles hechos a mano dejando una huella imborrable en la cultura popular.

7 comentarios sobre “EL TALLER DE LA COSTURERA

  1. Qué bonito .Al leerlo ,me imagino ,la escena ,recordando las historias que me contaba mi madre ,de su juventud

    imagínate ,lo que armarían ,esas muchachas ,con esa edad ,en la que todo sería alegría

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  2. Maravilloso, me ha transportado a mí niñez, cuando mi madre al pié de la maquina de coser me contaba historias similares mientras yo le hilvanaba las telas y cosía botones , mi madre con su roete y yo con dos trenzas largas para tener los ojos despejados del pelo para ver bien la costura. Ayyy que bonito escribes y que manera de transportarnos en el tiempo….

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  3. Mi madre, Carmela «la colorina» de soltera y después de casada Carmela «la del Miguel del agua», vivió su adolescencia y juventud en uno de esos talleres, que complementaba por las noches cosiendo camisas para un mayorista.

    Me contaba que los chascarrillos eran la alegría del taller, sobre todo los del lunes, en los que se comentaban la película que habían podido ver el día anterior, en la sesión de tarde, en el cine de «Pepillán», sobre todo si quién era la narradora era Maruja «la Chana».

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