EL ÚLTIMO DÍA

Ya ha amanecido. La vieja estación, antes de realizar su trabajo, mira a su izquierda. A lo lejos, la montaña, Sierra Nevada, que luce más nevada que nunca en una mañana fría de invierno en la que el sol, por fin ha ganado la partida a la niebla y luce sus mejores galas. Con actitud gentil, la estación se dispone a acoger a los pasajeros, los protege del frio y sin que ellos sospechen nada, juega a escuchar sus secretos.
Por ella han pasado varias generaciones, ha visto a padres con sus hijos recién nacidos y a éstos de adultos. Ha derramado lágrimas de dolor cuando las familias iban a la ciudad a reconocer a sus familiares muertos o lágrimas de alegría cuando se anunciaba algún nacimiento.

Dicen que le queda poco tiempo de vida. Ha oído decir que no encaja en el nuevo sistema ferroviario que ha convertido la esencia de un viaje en un mero trámite de tiempo pero una madre acompañada de su hijo hace que olvide su cercano final y sonría unos breves segundos contagiada por las risas del pequeño.

¡Allá va! El viejo y añorado tren que también pronto será sustituido por otro más rápido y moderno, pero a diferencia de la estación, será mostrado en algún museo del ferrocarril y sin embargo, de ella, nadie se acordará.
Siente algo entre sus viejos muros que le anuncia que el final está llegando, demasiado movimiento de gente extraña. La tristeza a veces se ve superada por la rabia de no poder hacer nada, de no poder intervenir en su destino. Cuando ella caiga, la historia de todos los que por allí han pasado, caerá también.

Un camión se acerca. Es la hora. Los hombres entran y comienzan a desmontar los viejos bancos de madera, la máquina expendedora de billetes, el despacho del jefe de estación. Prisas, todo son prisas para terminar con ella, ni tan solo pueden esperar unos días más. Se siente vacía, le han arrancado una parte de su ser inerte y en silencio se resigna.
El día lleno de sol que la ha acompañado también se entristece por su final y comienza a llover. Sus paredes se mojan y cubren las lágrimas que no ha dejado de derramar en todo el día. Entretanto los pasajeros llegan y se van, algunos la miran con nostalgia, mañana ya no vendrán. Otros se muestran indiferentes, para ellos la estación no es más que la imagen que cada mañana les recuerda al tedio de sus obligaciones, el paso previo al trabajo, a la rutina.
Los hombres del camión continúan con rapidez su labor, debían haber llegado antes y tienen ganas de finalizar su jornada. Los bancos caen al suelo, arrastran con un ruido insoportable la máquina de los billetes. Sólo parecen sobrevivir los fluorescentes que cuelgan del agrietado techo y tampoco les debe quedar mucho tiempo más.

Empieza a anochecer, apenas hay gente, el último tren ya ha pasado apenas sin detenerse. La noche acompaña a la lluvia y cada vez es más difícil para la estación poder ver Sierra Nevada. ¿Tampoco dejarán que se despida de ella?

La oscuridad es total, las nubes y la niebla ya no le dejan ver a apenas unos metros. Los fluorescentes también se apagan, el jefe de estación pasea, es el único que va a despedirse, apoya su mano en una de las húmedas paredes y la mira, también mira a las vías. Le hace compañía unos minutos, antes de marcharse.

Ya todo es silencio, ahora sólo toca esperar. Pasa la noche suplicando poder ver un nuevo amanecer, poder ver una vez más a su amiga la montaña, pero la fría noche no le da respuesta alguna, no quiere hablar con ella. El nuevo día llega con una lentitud insoportable, cualquier ruido le hace temer la llegada del final. Toda la noche ha llovido pero sale el sol. Él también quiere decirle adiós. Su luz brillante se deja ver lenta y la estación siente un enorme alivio.

Parece un día normal pero los pasajeros han desaparecido, ya no volverán a pisarla ni podrán sentarse en los bancos, ya arrancados.

Las paredes de la estación tiemblan de miedo y de dolor al ver como el silencio se coloca frente a ella. La soledad la acompaña como una pesada losa y la espera a que se ejecute su condena se hace eterna. Su vieja puerta, ya de un azul mortecino, se ha cerrado para siempre. La estación yace herida de muerte, sin poder ver nunca más a los niños, ni a sus padres, ni a sus abuelos. El cielo se cubre como la noche pasada y la lluvia aparece de nuevo en forma de tormenta, que se queja gritando enfurecida con sus truenos y la vieja amiga, la montaña, consigue resistirse para ver, por última vez, a su estación antes de verla convertida en ruinas.

CUANDO ERA MÁS JOVEN (Joaquín Sabina)

Cuando era más joven viajé en sucios trenes que iban hacia el norte
Y dormí con chicas que lo hacían con hombres por primera vez
Compraba salchichas y olvidaba luego pagar el importe

Cuando era más joven me he visto esposado delante del juez
Cuando era más joven cambiaba de nombre en cada aduana
Cambiaba de casa, cambiaba de oficio, cambiaba de amor
Mañana era nunca y nunca llegaba pasado mañana
Cuando era más joven buscaba el placer engañando al dolor
Dormía de un tirón cada vez que encontraba una cama
Había días que tocaba comer, había noches que no
Fumaba de gorra y sacaba la lengua a las damas
Que andaban del brazo de un tipo que nunca era yo

Pasaron los años, terminé la mili, me metí en un piso
Hice algunos discos, senté la cabeza, me instalé en Madrid
Tuve dos mujeres, pero quise más a la que más me quiso
Una vez le dije: «¿Te vienes conmigo?» Y contestó que sí
Hoy como caliente, pago mis impuestos, tengo pasaporte
Pero algunas veces pierdo el apetito y no puedo dormir
Y sueño que viajo en uno de esos trenes que iban hacia el norte
Cuando era más joven la vida era dura, distinta y feliz

Dormía de un tirón cada vez que encontraba una cama
Había días que tocaba comer, había noches que no
Fumaba de gorra y sacaba la lengua a las damas
Que andaban del brazo de un tipo que nunca era yo

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