
Hablaba este que suscribe, en un post anterior, de la diferencia entre ver, mirar y observar. Que no sólo es ver o mirar sino que también es observar ya que, mientras ver o mirar es una acción más bien física, la simple recepción de estímulos visuales, observar, en cambio, va más allá de lo físico. Implica una intención, una dirección, una carga emocional y cognitiva.
Porque hay miradas y miradas. Hay, por ejemplo, miradas que pueden establecer una conexión entre dos personas, incluso sin mediar palabra. Miradas que pueden transmitir emociones como amor, odio, tristeza, alegría, curiosidad o desconfianza.
Hay miradas que, según en la forma en la que miramos o somos mirados están influenciadas por dinámicas de poder. La mirada puede ser una forma de control, de dominación o de sumisión.
Hay miradas que no siempre podemos descifrar la verdadera intención que llevan detrás. Alguien nos puede sonreír con los labios pero tener una mirada fría, revelando una contradicción entre lo que muestra y lo que siente.
Hay miradas de soslayo que pueden indicar timidez, desconfianza o algún interés oculto.
Hay miradas fijas y directas que pueden ser señal de confrontación, desafío, o también de una profunda atención e interés.
Hay miradas perdidas que pueden denotar distracción, apatía o tristeza.
Hay miradas con los ojos entrecerrados que, a menudo, asociamos con el escepticismo y la duda.
En definitiva, que hay miradas que transmiten información sin necesidad de palabras. Miradas que expresan emociones (alegría, tristeza, enojo, miedo, amor, odio), intenciones (interés, desinterés, desafío, sumisión), y estados mentales (concentración, distracción o confusión).
Y luego está la de este elemento, al que sorprendí (o me sorprendió él a mí) en una esquina anónima del mundo, mientras pedaleaba con el amigo Paco y que, en apenas tres segundos, lejos de montar un drama, con sólo una mirada me lo dijo todo.





































