LA ESPETERA (Reminiscencias de una niñez)

Ese habitáculo, pequeño, fresquito, con una bombilla que colgaba de un cable trenzado en el techo en donde los olores de embutidos de matanza colgados en cañas se mezclaban con el aceite almacenado en la aceitera de chapa colocada en el rincón y con el tomillo y el romero proveniente de la orza de las aceitunas “aliñás”
Ese aroma a manteca incrustado a través de los años en la pared encalada y en la madera de los escasos muebles y vasares que se advierten en la penumbra que se deja ver por la rendija del ventanuco que sirve como respiradero.
Esa talega de pan colgado detrás de la puerta, recién horneado en la tahona.
Ese vaho que sale de la boca en invierno cuando tu madre te mandaba a la despensa, o la fresquera, porque también se le llamaba fresquera, y entrabas a coger cualquier cacharro que allí había.
Esa cantarera con cántaras de barro llenas de agua fresquita sacada del aljibe con el cubo de zinc.

Esa espetera, en la que nuestra madre, nuestra abuela, guardaba con especial celo todo tipo cacerolas, cazos, cucharones, sartenes, ollas, grandes y pequeñas, y tapaderas, la mayoría estañadas y arregladas por aquel “hojalatero” de piel morena y acartonada que pasaba una vez por semana por la calle y que, mientras sostenía en la comisura de los labios con sublime destreza un cigarrillo de tabaco de liar, se ganaba la vida honradamente pregonando que se arreglaban todo tipo de útiles de cocina, varillas de sombrillas y en definitiva, todo lo que de metal se pudiese arreglar.

Y ese niño, que en esas horas baldías del día, en las tediosas tardes de verano en la que la calor apretaba de lo lindo y no te dejaban hacer nada, se encerraba allí, se colocaba frente al arsenal de cacerolas con un par de cucharas de palo, una en cada mano y soñaba con ser el mejor batería, habido y por haber, de todos los tiempos.

Y es que, cuando el diablo no tiene nada que hacer, mata moscas con el rabo.