En la Antigua Grecia, el membrillo era un fruto muy valorado y se asociaba a la diosa Afrodita, símbolo de amor y fecundidad. Se cuenta que era costumbre que los recién casados comieran membrillo la noche de bodas para asegurar su amor eterno.
Hoy en día, este dulce manjar, capricho de «diosas», se ha visto relegado a unas meras recetas otoñales. Pero su riqueza cromática con su espectacular color amarillo como elemento dominante sigue motivando a románticos de la pintura, sabios conocedores de su belleza, que ven en él una fuente de inspiración.
Situada a más de 1.150 metros de altitud sobre el nivel del mar, como fiel vigía de Sierra de Arana, a medio camino entre los pueblos de Deifontes y Cogollos Vega, se alza majestuosa y altanera la Torre Atalaya de Deifontes, una de las fortificaciones que construyeron los árabes a mediados del siglo XIV que formaba parte del sistema defensivo de la frontera del reino nazarí.
Está situada al pie del Peñón de la Mata y marca el límite entre Deifontes y Cogollos. Su altura y ubicación sobre un saliente la convertía en un lugar estratégico en el control del paso hacia Granada.
Su carácter íntegramente defensivo propiciaba que su acceso fuese angosto. Tiene un ventanuco situado a 5 m. de altura al que se accedía con una escalera lo que la convertía prácticamente en inexpugnable. Con humo de día y fogatas de noche, la Atalaya de Deifontes se comunicaba con las torres del Chaparral de Cartuja y de Albolote.
En 2006 sufrió una profunda restauración acondicionándola con un mirador que te ofrece unas vistas impresionantes que se escapan a cualquier definición.
Para llegar a este monumento nazarí hay dos caminos por pista de tierra igual de interesantes. Uno, desde Cogollos Vega o bien desde Deifontes con dirección a Sierra de Arana. Además se puede acceder con una infinidad de carriles que circundan entre olivos y chaparros y que conectan con ambas pistas.
Hoy, a golpe de pedal, he preferido tomar la ruta desde el embalse del Cubillas y la estación de Calicasas para llegar, unos cuantos km de subida después, a conectar con la pista que viene de Cogollos.
Uno se queda maravillado viendo como esta amapola se ha aferrado sobre un débil manto de barro de apenas unos milímetros de grosor vertido por las últimas lluvias sobre un lecho de hormigón, Y es que «Lo que es para ti, ni aunque te quites y lo que no, ni aunque te pongas».
Aunque no lo parezca millones de células trabajan día a día, como grandes guerreras, en el arduo y laborioso proceso de la sanación. Sanar es fundamental. No es una opción, es una necesidad. Así que no estorbes.
Dicen que el dinero no puede comprar la felicidad pero da para comprar una bicicleta; y nadie va triste encima de una bici (por muy hecho polvo que vayas).
Guadix es un laberinto rojo, una ciudad cueva, una catedral majestuosa y divina. Es la historia que resuena en sus cuevas y que se entrelaza con los extraños ecos de su pasado.
Guadix es tierra desnuda donde se forman, como si de cicatrices del tiempo se tratase, esas inquietantes formaciones arcillosas llamadas cárcavas. Guadix es, en definitiva, una adaptación humana al entorno… a la naturaleza.
Allá abajo, en un rincón oculto donde el sol se filtra a través de las hojas de los árboles y el tiempo parece detenerse, yace un lugar único, esculpido por la sinuosa y caprichosa corriente de agua ferrosa y amarga que mana del corazón de la montaña como un río de sangre tiñendo el ambiente con un aura rojiza. Es la Fuente Agria, en la Alpujarra granadina.
Lo sueños son el combustible que actúa como una fuente de energía interna que nos genera la fuerza necesaria para seguir adelante incluso cuando las cosas se ponen difíciles. Mantener viva es a pasión es fundamental para alcanzar lo que realmente queremos en la vida.
Las mañanas de los sábados, el patio de Esperanza se convertía en un oasis creativo donde los niños despertaban al amor por la cultura, el arte y la poesía
I
Los sábados por la mañana eran otra historia. Los niños habían oído hablar de Esperanza, una mujer que era especial. Tenía sus capacidades físicas mermadas a causa de la polio; no así las mentales, que las tenía fortalecidas, lo que hacía que la pobre mujer se entregara en cuerpo y alma al duro menester de la poesía, la pintura y todo lo que de alguna manera tuviese que ver con la cultura.
Sus manos, tiernas y sensibles, mostraban una nostalgia expresiva que se inclinaban hacia abajo debido a la rigidez que las había encorvado. Los dedos, aunque torpes, eran capaces de acariciar una pluma o un pincel y dar vida a una nueva creación sobre el papel. Ella se apañaba. No se quejaba por lo que no podía hacer, sino que se alegraba por todo lo que la vida le permitía, se maravillaba ante la belleza que aún podía encontrar en las pequeñas cosas y en los pequeños detalles.
No era una mujer al uso de la época. Vestía diferente y se peinaba diferente. Muy a menudo solía ponerse un chaleco florido de colores vivos y un pantalón rosa fucsia que que le aportaba un toque inconformista para los tiempos que corrían. Tenía el flequillo puntiagudo que le caía sobre la frente. Sus ojos achinados proyectaban una profunda mirada que se mezclaba con la afabilidad de su sonrisa. Su menudo cuerpo se movía con torpes movimientos debido a la rigidez muscular. Sus zapatos, muy dispares, cumplían con la labor de acomodar sus quebradizas piernas de una manera algo simétrica en el suelo lo que le permitía una movilidad medianamente digna.
Antes de la llegada de los niños, su padre preparaba el entorno en el patio que era como una zona acotada cercana a la vivienda que le habían robado al terreno de un extenso huerto que tenía la casa.
Era un patio amplio y se ubicaba en un recodo, como si lo hubiesen hecho dispuesto a propósito para resguardarse del calor veraniego Había una mesa en el centro. La rodeaba una arriate hecho de obra que alternaba el espacio haciendo las veces de banco para sentarse con el acomodo de macetas de todas las especies. Dos troncos de parra, situado uno frente al otro se elevaban desde el suelo torneados sobre cada pared hasta la volada del tejado disponían una maraña de sarmientos y hojas sobre un parral que ocupaba toda la zona del patio lo que aportaba una nutrida y refrescante sombra.
Había un señor que siempre iba con boina y chaleco y que resultaba ser le padre de Esperanza. Antes de que apareciesen los niños baldeaba el patio con una manguera presionando con el pulgar la boca de la goma incidiendo con especial atención debajo de las macetas para que saliese toda la hojarasca que pudiese haber.
II
Aquellas mañanas de verano en el patio de Esperanza se asemejaban a un oasis en mitad de un páramo. Allí, la anfitriona recibía con cariño a los niños que se alejaban del ruido del pueblo. Era condición esencial llegar con puntualidad ya que no hacerlo se corría el riesgo de no poder entrar.
Cuando consideraba que todos los niños habían llegado, Esperanza lanzaba una miraba cómplice a su padre. Entonces éste desaparecía para cerrar con llave y cerrojo la puerta de la calle. Después se acomodaba en una estancia que tenía una ventana que daba a la calle. Allí, mientras hacía las labores de vigía, echaba un vistazo a algún periódico de fecha pasada a la vez que miraba con cautela por el visillo.
También era muy común que apareciesen Federico García Lorca con sus “Lagartos llorando”, Antonio Machado “Haciendo camino al andar” o Miguel Hernández dando la receta de como conseguir “La Libertad”.
Los niños, sentados en corro en torno a la mesa llena de libros desgastados, revistas, fotos de cuadros y algunos folios blancos junto a unos cubiletes llenos de lápices de colores, oían con atención historias sobre un tal Blas Infante, que no sabían muy bien quien era pero que a buen seguro debía ser alguien importante ya que se les hablaba en tono muy bajito y confidencial.
También era muy común que apareciesen Federico García Lorca con sus “Lagartos llorando”, Antonio Machado “Haciendo camino al andar” o Miguel Hernández dando la receta de como conseguir “La Libertad”.
Aquel espacio era único, genuino. Solía la anfitriona invitar a un niño, casi siempre coincidía con alguno que era nuevo porque no había sábado que no llegase alguno, a buscar entre la montaña de libros desordenados de manera caótica e intencionada al autor que ella le encomendase.
No había orden, ni alfabético ni por géneros. Entonces el niño, algo cortado, comenzaba a buscar leyendo uno a uno los títulos y autores de aquellas pastas desgastadas de los libros. A veces coincidía que el libro a buscar era el penúltimo, o el último. Al pobre muchacho, con la sana intención de la docencia, se le había invitado a leer todos y cada uno de los escritores y eso era como memorizar de manera inconsciente el nombre de aquellos hombres que fueron silenciados. Cuando hubo encontrado el libro encomendado, se lo pasaba a Esperanza, las cual llamaba a alguno al azar. Le tocó a Carmencita.
– Carmencita, ven. Toma el libro. Ahora te toca a tí. Cuida la entonación. A ver, comienza en este renglón.
Carmencita comenzaba el relato, entonando como le había indicado, con algo de vergüenza y con un suave vaivén en sus caderas para acompasar la lectura.
– A ver, Carmencita. Estás leyendo para que te oigan. Tienes muchas cosas que enseñarles a estos niños así que tienes que leer un poco más alto, para que ellos te escuchen pero sin dar voces, que los que a los que pasan por la calle no les interesa esto. Porque tú quieres que te oigan aquí ¿no? – ¿A que no la oís bien? – preguntaba Esperanza al improvisado público. Todos asentían con la cabeza.
Esperanza tenía un don especial de decir las cosas para que las entendieras. Era como un director de orquesta que, con un solo movimiento de batuta, organizaba a todos los músicos. Sabía cómo marcar el ritmo preciso en cada momento.
– Venga. Comienza de nuevo. Entonces Esperanza cedía nuevamente el libro a la niña señalando con el dedo índice el primer verso para comenzar al alimón la lectura del primer renglón como intentando marcarle el paso a la niña:
-El lagarto está llorando….
Entonces Carmencita dejaba volar su imaginación y entonando como le habían indicado, recitaba casi a la perfección aquellos dulces versos de García Lorca que los demás niños del patio bebían como caminantes sedientos al acercarse a una fuente de agua fresca.
“El lagarto está llorando. La lagarta está llorando. El lagarto y la lagarta con delantalitos blancos. Han perdido sin querer su anillo de desposados.¡Ay! su anillito de plomo, ¡ay! su anillito plomado Un cielo grande y sin gente monta en su globo a los pájaros.
El sol, capitán redondo, lleva un chaleco de raso. ¡Miradlos qué viejos son! ¡Qué viejos son los lagartos!”
Una vez terminado el tiempo de la lectura llegaba la hora del dibujo. Aquí la cosa cambiaba. Esperanza invitaba a los niños a contar una historia con un dibujo que debían crear a partir de tres palabras, tres adjetivos o tres elementos que lanzaba al azar.
– A ver, – decía – hoy tenemos “OLIVO, PALOMA, y AZUL”. Las dejaba caer en la imaginación y los niños, con la inocencia que los caracterizaba las ordenaban y daban forma en el papel. – Pensad que podemos sacar de ahí y a ver como lo plasmáis en el papel.
La improvisada maestra iba recorriendo la mesa, observando uno a uno los dibujos que se iban haciendo mientras invitaba a no tener prisa, a pensar bien lo que querían plasmar y a tener cuidado a la hora de perfilar el dibujo.
– Es importante que el boceto no esté muy marcado para poder borrar después los trazos que no sirven. -solía decir -. Y los colores no deben mezclarse sin sentido. Si los pones sin criterio puedes ensuciarlos y no tendrán el efecto que deseamos.
Cada cual hacía su dibujo como mejor le parecía. Todos tenían su impronta, y que, en algunos casos, se convertían en auténticas historias coloristas.
Poco a poco se iba pasando la mañana entre rimas de poetas y dibujos de colores.
Una vez finalizados eran expuestos sobre un caballete de pintura donde Esperanza hacía una crítica constructiva de cada uno. Solía potenciar las dotes de cada “artista” comparando el dibujo realizado con alguna obra de algún consagrado pintor.
– Este tiene trazos que nos recuerda a Picasso, -indicaba- . No olvides que en el próximo que hagas tienes que tener más definición en estos colores. – Y este otro, mirad, parece como sacado de un cuadro de Dalí. Me recuerda a la “Muchacha en la ventana” ¿Verdad?. – y este quizás se parezca a uno cualquiera de Modigliani.
Estaba claro que los niños asentían, casi por compromiso porque a ninguno, o a casi ninguno, les sonaban aquellos cuadros que Esperanza citaba de manera coloquial e intencionada para despertar el gusanillo de la curiosidad en aquellos futuros artistas y a buen seguro más de uno se las ingeniaría para buscar en los libros aquellos cuadros a los que se parecían aquellos dibujos.
Entonces Manuel, que es como se llamaba el padre de Esperanza aparecía con una gran fuente de loza llena de brevas cortadas al amanecer, brevas como puños y que tenían un dulzor que casi picaban al paladar. Y un plato grande con aceite, un aceite espeso de color verdoso para que los niños mojaran un pan cortado a “cachos” y que Esperanza disponía de manera piramidal en una bandeja plana y ovalada.
Los niños, algunos arrodillados sobre las sillas, alargaban el brazo para meter los dedos en el aceite con aquel pan tosco y asentado de corteza dura.
– Tranquilos, tranquilos. Tened cuidado. Esperad que hagamos sitio – decía Esperanza mientras se apresuraba a quitar del medio los libros y revistas por miedo a que se manchasen.
A Angelitas, por la primavera cultural que nos sembró
De como Carmencita fue a ver las luces de la ciudad
Carmencita anhela su viaje a la capital con su abuela para reunirse con su madre en el día del Corpus. Su alegría y la complicidad familiar crean un día lleno de amor y esperanza.
Desde que Carmencita se enteró no hacía más que contar los días que faltaban. Su abuela iba a llevarla a la capital a ver a su madre. Y con un poco de suerte, vería las luces que iluminaban la ciudad.. Sería para el Corpus, para el Día del Señor. A su madre le habían dado el día de descanso y lo pasarían juntas. Y hasta estrenaría su vestido nuevo y con zapatos y todo.
La madre de la niña trabajaba como servicio interno en la casa de Doña Tula, la hermana menor de don Ceferino, una mujer menuda con una más que aparente mala salud de hierro. Tenía su residencia en un piso grande de la zona más pudiente de la capital. Sus tareas estaban destinadas al servicio doméstico y comprendían la limpieza de la vivienda por la mañana y la comida al mediodía. Por la tarde, plancha, costura y preparar la cena. Dormía en una habitación de dimensiones no muy amplias pero confortable, junto a la zona de la cocina y el lavadero.
Doña Tula estaba muy contenta con ella porque Matilde era muy hacendosa y muy discreta. Sabía estar. Sin duda, Don Ceferino tuvo mucho que ver en la contratación de la mujer como asistenta del hogar. Además de Matilde, una muchacha, mucho más joven, apenas contaba con dieciséis años, hacía las labores de ayuda de la asistenta. Esto comprendía ir a la compra, limpiar las zonas menos delicadas y hacer todo lo que Matilde le encomendase. La muchacha no estaba interna. Venía de un pueblo cercano con las primeras horas del día y se marchaba bien entrada la noche.
Algunas tardes, Matilde disponía de algunas horas libres que aprovechaba para dar un paseo por la ciudad o, cuando podía ser o era necesario, hacer algunas compras para la familia.
Cada quince días, Matilde volvía al pueblo en el último bus del sábado para pasar el domingo con la familia. El lunes, muy de madrugada, volvía a la ciudad. Este trabajo le aportaba un jornal que le venía muy bien a la familia. Su marido y su hijo trabajaban también en las tierras de Don Ceferino y la abuela se hacía cargo de la niña por lo que Matilde tenía la esperanza de que Carmencita pudiese ser algún día alguien en la vida. Soñaba con que fuese maestra.
`”Mi hija, maestra de escuela” solía pensar a menudo y en silencio. “Maestra”.
A Carmencita le fascinaban las luces desde que escuchó a su primo Toño relatar como eran las luces de navidad en la gran ciudad ya que le pilló haciendo el servicio militar en Barcelona y los días de descanso paseaba junto a otros reclutas por las ramblas impresionados ante tanto colorido.
Era estática, muda, sin más función que la de alumbrar el cruce de la calle hasta el amanecer.
A veces, con las claras del día, Carmencita de despertaba con el trajín de los labradores que iban al campo. Entonces se sentaba en el filo de la cama, apoyaba la cabeza en la ventana y observaba la timidez de la pequeña farola que alumbraba la esquina de la calle. Era estática, muda, sin más función que la de alumbrar el cruce de la calle hasta el amanecer ya que las otras farolas eran apagadas a la hora en la que la gente de bien debe irse a dormir.
El consistorio economizaba de esa manera. Sólo dejaba algunas farolas encendidas que solían coincidir con algún cruce o lugar estratégico como el ayuntamiento y, por supuesto, la casa de algún que otro “señorico” del pueblo. El resto eran apagadas poco después del toque de las once de la noche en el reloj del campanario de la Iglesia.
Carmencita se quedaba embobada mirando la luz; podía percibir el pequeño destello que emitía aquella bombilla incandescente. Cuando empezaba a oír las primeras señales de vida en la casa, la niña volvía a su cama, se arropaba y soñaba con las luces, esas luces mágicas que formaban mil y una figuras parpadeantes.
-Carmencitaaaa, ¿quieres bajar ya? Que se te echa la hora encima. Cuando se trataba de madrugar para ir al colegio, Carmencita tenía el sueño muy profundo. Le pesaban los desvelos que a veces pasaba viendo la farola.
En la cocina se encontró un tazón de leche caliente migado con sopas de pan de ayer. A la niña le encantaba.
-Que alegría verte comer hija, – le decía la abuela cada vez que la observaba cucharada tras cucharada.
-Anda que si hubiese pillado yo ese tazón de leche con tu edad. A veces os quejáis de vicio. No sabéis lo que tenéis. Pero hija, no comas tan deprisa, ve más despacio que no te lo va a quitar nadie.
Cuando se trataba de comer y la comida era de su agrado, la niña no comía, devoraba.
-No sé donde metes la comida con ese cuerpecillo que tienes. Claro, estás todo el día bregando de aquí para allá pues no te luce nada, hija. Anda, termina que nos vamos.
La abuela solía acompañar a la niña al colegio. No estaba lejos pero aprovechaba la ocasión y ya hacía algún que otro recado antes de ponerse con las tareas de la casa.
– Toma, mete el bocadillo en la cartera. Hoy llevas salchichón con mantequilla, de la parte de la tetilla, como a ti te gusta.
La niña hizo lo que la abuela le dijo. Se colocó la cartera en la espalda y antes de salir, la abuela le dio el último repaso a la vestimenta.
– A ver, vuélvete que yo te vea. Pero que guapa va mi niña… y que cuerpecillo tiene ya, – le decía mientras le daba un ultimo arreglo a las coletas.
A Carmencita le gustaba que su abuela la piropeara. Le hacía sentir bien. Y es que no hay nada más reconfortante que las palabras de una abuela y, mucho más, si las de la madre no están cerca.
Camino del colegio, van apareciendo chiquillos por la calle. Unos medio dormidos y otros jugando.
Carmencita se soltó de la abuela y se fue junto a su amiga Pepi que llegaba por la calle de al lado. Era su mejor amiga y su mejor confidente. Pasaban las tardes en la plaza y cuando no había juegos, se sentaban en los trancos de la iglesia cuchicheando sus cosas.
Su abuela, cada vez que pasaba por allí y las veía sentadas solía decir:
“Con lo que tengo yo de revistas para aprender a bordar…”
o “No quieras caballo blanco ni mujer que se sienta en un tranco”.
Sin duda la abuela relacionaba el ocio femenino con el poco decoro y la falta de respeto. A los niños los dejaba jugar a su libre albedrío porque los niños tenían que jugar y eran eso, niños; pero con las niñas era diferente. Debían estar ya preparándose para ser mujeres como Dios manda y eso de que se sentasen en un tranco como que no estaba bien visto.
-La Juana estaba todo el día sentada en el tranco de la puerta de su casa y mirad como ha acabado, -le decía en tono amenazante a las niñas.
En la plaza fue donde Carmencita le contó a su amiga que mañana temprano se iba a la capital con su abuela a pasar el día con su madre. Que verían la procesión del Corpus y que estarían toda la tarde paseando. Como el regreso lo hacían con Paco “el cosario”, lo más probable es que pudiese ver las ciudad iluminada con las bombillas de colores de las fiestas del Corpus.
“El cosario” era esa persona que llevaba pasajeros o encargos de un pueblo a otro o a la ciudad. Paco comenzó con un carro y una mula pero a base de mucho trabajo y esfuerzo las cosas le empezaron a ir bien por lo que pudo comprar su primer coche, un Seat 1500 “modelo ranchera” blanco, donde podía transportar hasta 6 personas además de la gran capacidad del maletero que podía hacer de carga extra para los encargos. Los equipajes, maletas y paquetes de gran tamaño los acomodaba en la baca que el mismo había reforzado.
Era muy común en el pueblo que Paco diese un viaje por la mañana a la capital con su vehículo cargado de pasajeros. Gente que iba al médico, a trabajar, a arreglar papeles o cualquier otro menester. El regreso a mediodía lo hacía, a veces con las mismas personas, y otras, con personas diferentes ya que algunos se quedaban en la capital todo el día y otros iban a la estación porque se iban de viaje, la mayoría en busca de una vida mejor.
Una vez descargaba a los pasajeros, aprovechaba para coger su “carpetilla” azul con las gomas desgastadas de tanto uso y sacar la engrosada lista de recados que los vecinos y vecinas le encargaban ya que en el pueblo no había. Desde herramientas y útiles de labranza hasta ropa, pasando incluso por alimentos y algún que otro medicamento que Don Manuel no tuviese en la botica del pueblo. De todo, Paco servía cualquier cosa que en el pueblo pudiesen necesitar por una módica cantidad de dinero a modo de comisión. Los regresos al pueblo solía hacerlos cargados de todo tipo de productos. Por la tarde, Paco volvía a hacer la ruta nada más después de comer. Entonces la mayoría de los clientes eran vecinos que iban al hospital para visitar a algún familiar que estaba ingresado y otros que por la noche cogerían el tren. También aprovechaba el momento vespertino para recoger esos encargos que había dejado por la mañana y que, debido a su complejidad, se los prepararían para por la tarde.
El regreso, casi siempre lo hacía bien entrada la noche. Algunos pasajeros debían esperar hasta más de dos horas en el punto estratégico que Paco les indicaba para regresar al pueblo que casi siempre era en la estación de tren.
II
Las seis de la madrugada. El día se presenta soleado con el cielo tan raso como un pandero. Las campanas del reloj de la iglesia dan con la solemnidad de costumbre sus rigurosos seis toques anunciando el alba. Como un rayo, a modo de complemento, suenan los ladridos del Canelo.
El Canelo era un perro con un pedigrí perdido hace más de mil cruces. Tenía la facilidad de olisquear cualquier modo de viva que se acercase a treinta metros a la redonda. Da igual que fuese una persona, un gato, un perro o un simple pájaro. Siempre ladraba. Tenía el pelaje de un ocre anaranjado, por lo que de ahí le venía el nombre. El pobre contaba ya con una edad más que considerable, lo que sin duda le daba cierta benevolencia por parte del vecindario. No así de la chiquillería que entre una de sus múltiples distracciones estaba la de pasar repetidas veces para intentar engañar al instinto del pobre animal. El reto consistía en acercarse, lo más cerca posible, sin que se percatase y una vez en el portón del patio de la vivienda provocar un estruendo para que el perro arrancase a ladrar como un loco.
Carmela subió las escaleras. Como única luz tenía la que provenía de la cocinilla y que se colaba por el hueco. Abrió la puerta y se encontró a Carmencita profundamente dormida. Le costó despertarla.
La niña había estado toda la noche en vela. La idea del viaje a la capital la tenía obsesionada y sólo un poco antes de levantarse, ya casi sin querer, coincidiendo con los primeros albores, pudo conciliar el sueño.
Varias veces tocó la abuela sin éxito, el hombro de la niña. La poca luz que entraba por la ventana se reflejó en los ojos de Carmencita que, al abrirlos, se llenaron de alegría. Era Jueves, Jueves, el Día del Señor. El Corpus, el día que iba a la capital. Vería a su madre, pasearían por esas calles grandes y llenas de gente observando los escaparates de las tiendas y vería las luces. Esas luces que adornan la ciudad en las noches de Corpus.
Ataviada con su vestido celeste de raso, con su “rebequilla” blanca de punto inglés que su abuela le había confeccionado en casa de la vecina donde cada tarde se reunían algunas mujeres para hacer punto. Estrenaba unos lustrados y relucientes zapatitos negros de charol abrochados en el último agujero de la hebilla porque le estaban algo grandes y unos calcetines blancos de punto calado que le llegaban hasta la rodilla. Para la ocasión, la abuela había peinado a la niña con una coleta cuidadosamente elaborada en la que lucía unos lazos a modo de tirabuzones.
Carmencita estaba aferrada a la mano de su abuela. Tenía sueño e inquietud a partes iguales. Esperaban el autobús de línea que los llevaría a la capital. En la otra mano, Carmela llevaba una cesta de mimbre. En ella había puesto cuidadosamente varias cosas para su hija. Un poco de comida, un jabón “de olor” y dos tarros de conserva de tomate.
La abuela no hacía más que mirar a la niña. Le atusaba una y otra vez el pelo ajustándole la coleta.
– Pero que “garbosa” es mi niña. Vas haciendo “raya” hija. – repetía cansinamente Carmela.
Ir “haciendo raya” era una forma de decir que la persona receptora de tal calificativo iba por la vida dejando una estela, “una raya” de alegría, garbo y glamour digno de la más elegante actriz de Hollywood.
En la parada del bus había varias personas, que iban saludando cortésmente conforme iban llegando.
Por la cuesta se escucha el rugido del motor perkins del autobús marca EBRO. Era blanco con una raya ancha verde. Llevaba una humareda negra provocada por el esfuerzo y la marcha reductora. En la baca iban acomodadas unas maletas, cuatro pudo contar la niña, junto a dos sacos de arpillera.
– Abuela, yo me quiero sentar al lado del cristal. – A ver si tenemos suerte, Carmencita, que de estas cosas nunca se sabe.
Era muy de la abuela dejar siempre planear la sombra de la duda por si por un casual no pudiese ser lo que uno quería, aunque de sobra sabía que seguramente podría disfrutar del codiciado asiento.
Es curioso. La de veces que Carmencita había visto llegar y partir el bus de línea y nunca se había subido. Incluso había corrido detrás de él cuando partía. Pero de su puerta no había pasado.
Lo primero que le llamo la atención fue el olor. Ese olor del “escai” de los asientos mezclado a partes iguales con el olor a vómito junto a las historias diarias cargadas de sueños, esperanzas y rutinas de los pasajeros anónimos que habitualmente viajaban en él.
– Buenos días Braulio. – Vamos a la capital – dijo Carmela-.
Si por el motivo que fuese, alguien no podía hacer frente al coste del viaje, Braulio tenía el arte de mirar para otro lado haciendo con la mano izquierda el ademán de que pasase…
Braulio era el conductor. Tenía cara de bonachón. Era “rechoncho” de cuerpo con una incipiente calvicie y un abundante y poblado bigote negro, lo que le daba más aspecto aún de más bonachón, si cabe. También era de espíritu afable y comprensivo, muy poco dado en los conductores de autobuses de la época. Si por el motivo que fuese, alguien no podía hacer frente al coste del viaje, Braulio tenía el arte de mirar para otro lado haciendo con la mano izquierda el ademán de que pasase. El beneficiario de tal caridad pasaba con la cara algo avergonzada pero en la mirada se le podía leer la gratitud y el compromiso de hacer frente a la deuda en cuando pudiese ser.
– Buenos días Carmela. ¿Pero esta niña tan guapa quien es? – dice Braulio con exagerado asombro acercando la cabeza a la niña.
– Mi nieta Carmencita. – Dijo con exagerado orgullo la abuela -. La chica de mi Matilde. Vamos a la capital a pasar el día con ella aprovechando que es el Día del Señor. ¿Verdad que es muy guapa?
– Guapísima. Más que la abuela. ¡¡¡Donde va a parar!!! – Dice el conductor mientras lanza una mirada cómplice a la niña.
– ¿Tu crees que tendremos posibilidad de coger un asiento con ventanilla? Es que Carmencita quiere ir viendo el paisaje.
– Claro que si. Siempre guardamos un sitio preferente para nuestros más distinguidos pasajeros y tratándose de una niña tan “bonica” …
Estaba claro que entre la abuela y Braulio había una complicidad superlativa para agradar a la niña.
Entonces Braulio se levantó de su asiento y se giró. En la primera fila había sentado un vecino que venía del pueblo de abajo.
– Lo siento, pero debe usted ceder este asiento a la señorita. Es una princesa y debe ser bien atendida, – dijo el conductor al pasajero.
El hombre, de gesto tosco, tenía un cigarro encendido cerca de la comisura de los labios. Vaciló un momento, miró a la niña y asintió con la cabeza.
– ¡Como no!. De todas formas, a mi no me gusta ir sentado tan cerca del cristal.
– Valiente excusa has puesto, – dijo Braulio soltando una carcajada y desenmascarando la farsa.
– Adelante señorita. Su asiento preferente le espera.
Carmencita se sentó junto al cristal, con su abuela al lado y la mirada cargada de ilusión.
– ¿Puedo abrir el cristal, abuela?
En otras ocasiones, cuando la niña observaba el ir y venir de los viajeros veía algunos que, nada más sentarse, empujaban hacía atrás el cristal sacando el codo por la ventanilla. Ella quería hacerlo.
-Ahora no niña, que hace fresco y te resfrías con el aire. Un poco más tarde, a lo mejor. Ahora échate para atrás que nos vamos.
El bus, siguiendo las órdenes de Braulio, arranca con cierta dificultad soltando su bocanada de humo negro en la plaza con dirección a la calle céntrica. Atrás quedaría el pueblo, sus calles y sus gentes. Carmencita, ahora sí, se pegó al cristal, con las yemas de los dedos enganchadas en el marco de la ventanilla y bebiéndose todo lo que por sus ojos iba pasando.
El vehículo enfilaba la recta interminable que alejaba al pueblo. El sol daba de frente por lo que Braulio bajó de manera casi inmediata el parasol. La niña miraba en silencio los campos por la ventanilla.
–Que rápido va, abuela. Mira como pasan los árboles.
-Espera y verás. -La abuela, cuando el vehículo redujo la velocidad por se acercaban a unas curvas, se inclinó hacia la niña y de un tirón abrió la ventanilla. Una ráfaga de aire fresco se coló y se estampó de lleno en la cara de Carmencita. Felicidad, se podía leer en so rostro. El aire alborotaba su coleta. Ella, aferrada a la ventana miraba para un lado y otro. “ABUELA, ABUELA” -gritaba una y otra vez,- “MIRA, MIRA, SE ME VUELA EL VESTIDO”.
Carmencita disfrutaba del viaje; llevaba los ojos cerrados con la cara algo levantada cerca de la ventana……
Carmela volvió la cara hacia la niña. Carmencita disfrutaba del viaje; Llevaba los ojos cerrados con la cara algo levantada cerca de la ventana, dejando que el aire jugase con sus lazos, con su pelo y con su sonrisa. Esto la hizo sentir bien. El espíritu soñador de aquella niña la contagió.
Cuando el bus se detuvo en la estación fue cuando Carmencita volvió en sí. Estaba en silencio. Parece como si el vaivén del viaje la hubiese hipnotizado. Tanta emoción la tenía abrumada.
Un chirrido anunció la apertura de la puerta. La abuela, cogió a la niña de la mano.
-No te sueltes que esto no es el pueblo. Anda, ayúdame con la cesta. Queda con Dios, Braulio. Que tengas un buen día.
– Adiós Carmela. Dale recuerdos a tu hija. Y tú, Carmencita, cuando quieras viajar en primera clase, sólo tienes que decírselo a tu amigo Braulio, porque somos amigos, ¿verdad? La niña se sonrojó a ver como Braulio le echaba un guiño en gesto de complicidad. La niña asintió con la cabeza.
– Adiós, Braulio – dijo la niña-.
Entre el trajín de la plaza, Carmela buscaba a su hija. No estaba segura si podría venir a recibirlas pues tenía que terminar unas tareas en el hogar antes de salir. Echó una rápida mirada alrededor sin resultado. Demasiada gente.
– “CARMENCITA…..MADRE”. La voz de Matilde sonaba entre la gente – “MADRE” –. Ahora si pudo ver Carmela a su hija. Se le acercaba entre la gente. “CARMENCITAAA”. La madre, al llegar, se abrazó a su hija.
– ¡¡¡Pero que guapa estás!!!…, y ¡que alta! Dejo de verte dos días y das el estirón. ¡Y que vestido tan bonito…! Ainnsss mi niña… Dame un beso.
La niña hace caso a su madre. Aún sigue algo abrumada por toda la muchedumbre, por el viaje, por las sensaciones.
– Madre….. ¿como está? – Matilde se abraza a su madre. Prolonga de manera intencionada el abrazo. La falta de roce familiar le está haciendo mella aunque ella no lo dice.- –Hija, deja que te vea. Está más delgada. ¿Es que no comes bien?.
La madre hizo una primera inspección ocular del estado de su hija. Es curioso como una madre es capaz de identificar de una tacada todas las carencias de una hija con sólo mirarla.
-Es el vestido, madre. Este color estiliza la figura y me hace más delgada.
Matilde lucía un vestido marrón caqui, abotonado desde abajo hasta bien pasado el pecho. Un cinturón ancho de un amarillo ceniza ceñía su cintura aportando una forzada esbeltez. Llevaba el pelo recogido con un moño tocado con unas horquillas plateadas que Doña Tula le había regalado junto con un pañuelo de estilo sobrio que lucía sobre sus hombros.
Estaba elegante, muy elegante. La madre, por un momento se sintió orgullosa de su hija aunque nunca veía con buenos ojos que los “señoricos” regalasen cosas a los empleados. Lo consideraba una especie de compra barata cuando la obligación de estos era más bien la de mantener con dignidad a las personas que trabajaban con ellos.
Madre e hija se cogieron del brazo. Carmencita iba cogida de la mano de su madre. Iban caminando por la calle mientras Matilde preguntaba por unas y otras del pueblo.
-Hija, me gustaría llegar al «Corazón de Jesús» a encenderle una vela.
– Claro que sí, madre. Está aquí al lado. Además nos pilla de paso. Cuando salgamos es muy posible que la procesión esté cerca de allí y podamos verla.
La salida de la zona de la estación disipó a la gente. Habían llegado de todos lados. Era muy típico llegar a la ciudad ese día. Por tradición todo el mundo estrenaba ropa. Dos fechas había marcadas en el calendario para tal fin. Una, el día del Señor y la otra, el día de Todos los Santos.
Llegaron al centro. Carmencita notó un olor que le resultaba familiar del pueblo. Olía como a hierba recién segada, olía a campo.
Miró al suelo. Por la avenida habían formado un tapiz a modo de manto con brezo recién cortado para el paso de la procesión por lo que estaba todo aromatizado con ese típico olor.
Llegaron a la puerta del Sagrado Corazón. Entraron. En la iglesia había gente de todos los pueblos. Carmela se acercó al lado derecho de la iglesia donde estaba el lampadario. Había muchas velas encendidas. Carmela aportó generosamente una moneda y con una cerilla encendió una vela. Cerrando los ojos, se santiguó.
Cogió a Carmencita de la mano y en silencio se fueron a un banco donde madre, hija y nieta se arrodillaron para la oración.
A poco de terminar, se levantaron y mirando al altísimo, se volvieron a persignar. Las tres salieron.
En la calle ya se notaba el estruendo de la procesión. Se quedaron en los escalones de la iglesia desde donde podrían verla sin problemas. Matilde cogió a Carmencita en brazos.
-Pero madre, ¿pero que le da a esta niña de comer? Como pesa, por Dios. Con este cuerpecillo que tiene y lo que engaña.
Unos caballos montados por unos caballeros vestidos como soldados de época abrían la comitiva. El sonido de los cascos de los animales pisando sobre los adoquines sobrecogieron a la niña.
Bajo palio pasaba el Arzobispo flanqueado por las autoridades, civiles y militares, todos vestidos de gala.
Una infinidad de niños ataviados de monaguillos lanzaban al aire pétalos de rosas mientras escoltaban a curas y párrocos. Carmencita los miró a todos. ¡Cómo le hubiese gustado que allí estuviese su amigo monaguillo del pueblo!.
El paso del Corpus Christi lucía esplendoroso engalanado con flores y velones. La madre y la abuela se santiguaron.
La banda de música tocaba marchas procesionales que aportaban solemnidad al momento.
Una vez habían pasado y, antes de que la muchedumbre empezase a dispersarse, Matilde invitó a su madre y a su hija ir a un parque cercano donde había unos bancos muy cómodos junto a un césped donde la niña podría tumbarse y jugar. Llevaba unos bocadillos que había hecho por la mañana y una fiambrera con una tortilla de patatas para comer. Allí podrían comer antes de ir a ver escaparates mientras hacían hora para ver la luces.
Carmela había hablado con Paco “el cosario” para retrasar un poco la partida al pueblo. Pero eso Carmencita no lo sabía lo que le aportaba cierta dosis de temor por si llegado el momento tuviesen que partir antes de anochece y quedarse sin verlas.
El parque era acogedor como había dicho Matilde. Se sentaron debajo de una mimbre, a la sombra. La niña tomó un bocadillo de chorizo. Se sentó en el césped para comérselo. La madre y la abuela, comían tortilla cortada en cuadrados que pinchaban con un palillo de dientes mientras, en voz baja, se ponían al día de sus cosas.
Una vez había saciado su hambre y reposado cristianamente el almuerzo, las tres abandonaron el parque. Irían por las calles comerciales, donde las tiendas, aunque cerradas, lucían sus mejores galas en los escaparates,
Se pararon delante de una tienda de novias. Les llamó la atención un modelo que Carmela calificó de atrevido.
-Santo Dios, ¿Dónde vamos a parar?
-Madre, los tiempos han cambiado. Aquí en la capital todo es muy diferente. Las cosas ya no son como antes.
-¿Que quieres que te diga, hija? Yo eso no lo veo bien. Es como ese escaparate que hemos visto con esos vestidos tan…tan…. ¿Qué tipo de mujer se va a poner eso?.
Estaba claro que la modernidad y los pensamientos de Carmela eran como un choque de trenes.
Se avecinaba el atardecer y, como quien no quiere la cosa, se acercaba la hora de la niña. Matilde miró a la madre y le hizo un gesto.
-Carmencita ¿quieres merendar churros?.
La madre tuvo que explicarle a la niña lo que era los churros. Tan bien se los pintó la madre que la niña no pudo resistirse a probarlos. Se los comería con chocolate muy caliente pero con mucho cuidado, no vaya ser que se manchase.
Llegaron a una pequeña plaza donde estaba la chocolatería donde, según rezaba en al entrada, hacían los mejores churros del mundo. Matilde pidió churros para la niña. La abuela solo probó uno y la madre de la niña no quiso.
– “QUEMAN”.
-Con cuidado, – dijo la madre-. Con cuidado que te quemas. Come despacio y ten cuidado de no derramarlo.
Poco a poco la niña terminó la merienda. La madre, con un pañuelo que sacó de su pecho, le limpió la boca, que la tenía llena de chocolate.
Matilde miró a su madre y le hizo un gesto de que la soltase. La abuela no estaba muy de acuerdo pero allí no había peligro. Era una calle ancha y peatonal.
Carmencita se vio sola. A pocos metros su madre y su abuela la miraban. Estaba anocheciendo. De los árboles colgaban algunas guirnaldas que la niña no advirtió. Unos arcos de bombillas cruzaban la calle de fachada a fachada.
En unos instantes se encenderían las luces y quería que su hija las viese con toda la intensidad que solo una niña puede ver.
De pronto se hizo el milagro. Un fogonazo inesperado irrumpió en la escena iluminando la calle. Todos los árboles, antes mustios de luz, brillaban ahora con infinidad de luces de colores. El cielo se iluminó como si fuesen estrellas, tan cerca que casi se podían tocar.
La madre y la abuela observaban a la niña que se tapó la boca con las dos manos de la emoción. Sus ojos estaban brillosos.
La sensación que la niña experimentó al verse bañada de tanta luz formando aquellas infinitas formas de colores era indescriptible. No podía contenerse, estaba sobrecogida. Era una sensación de felicidad y de miedo a lo desconocido. Lo había imaginado, sí, era cierto, pero la realidad superaba con creces a la ficción.
Cuando Carmencita quiso darse cuenta, ya viajaba en el coche de Paco “el cosario” camino del pueblo, abrazada a su abuela.
Su mente, su corazón y sus sentidos danzaban aún con aquella armonía de luces que parecían como caer del cielo.
Las luces danzaban sobre su ella, en un vaivén de colores, como si las meciese el viento. La niña movía la cabeza, como intentando seguir la danza muda de aquellas bombillas encendidas que simulaban a la felicidad.
Carmencita giró sobre sus pies, alzando las manos, como queriendo tocar aquellos colores que se asemejaban al arco iris que siempre aparecía en el campo después de las tardes de lluvia. Por un instante, la niña se olvidó de todo y se dejó llevar por la magia del momento, disfrutando de la belleza y la emoción que la rodeaban.
Las luces de la ciudad en un día de Corpus la habían dejado como sedada. Tanto, que no pudo advertir como se despidió de su madre en el momento de partir. Cuando Carmencita quiso darse cuenta, ya viajaba en el coche de Paco “el cosario” camino del pueblo, abrazada a su abuela. Era como despertar de un sueño fantástico que se desvanece lentamente dejando tras de sí una estela de emociones difíciles de asimilar. Con la cabeza sobre el pecho de su abuela, veía pasar la noche a través del cristal de la ventanilla. Oía el murmullo de los pasajeros aunque no le prestaba atención. Su mente, su corazón y sus sentidos danzaban aún con aquella armonía de luces que parecían como caer del cielo.
Carmencita no pudo más y cayó dormida. Dormida sobre el pecho de su abuela. Carmela pegó sus labios en la frente de la niña y así, con los ojos cerrados, permaneció un buen rato en silencio.
A pesar de su aparente monotonía, el mar nos regala la maravilla de la exclusividad de las olas. Cada una es única en tamaño, forma y rugido. Sin embargo, todas juntas forman una danza que te cautiva… como el trigo cuando lo mece el viento.
La mujer venía calle abajo, apresurándose sobre sus pasos y manteniendo el equilibrio a duras penas. La desesperación se refleja en su cara. Sus brazos imploraban al cielo. Los gritos que salían de su alma parecían lanzas que laceraban las fachadas de las casas.
– Ayyy Dios mío, que será de nosotras. – repetía una y otra vez la pobre mujer entre lamentos-. Don Manuel, ¿Dónde está Don Manuel?. Las vecinas se asomaban a las puertas, escandalizadas por los gritos. – ¡¡¡Que alguien busque a Don Manuel, por caridad!!! ¡¡¡ Don Manuel!!!
Don Manuel era el boticario del pueblo y que hacía las labores de galeno cuando Don Ataulfo, el médico, no estaba. La botica estaba situada en la calle céntrica, conocida comúnmente así por ser la calle más transitada del pueblo aunque su nombre real hacía referencia a un militar de alto rango que había hecho y ganado la guerra. Hacía esquina con la plaza, en una especie de soportal adornado con dos arcos que se sustentaban con unas columnas de madera. En la planta de arriba de la botica, Don Manuel tenía su casa donde vivía con su mujer, lo que le servía al pueblo para tener los servicios boticarios y médicos prácticamente a cualquier hora y todos los días de la semana.
La pobre mujer llegó a la puerta de la botica empujándola con fuerza. Estaba cerrada. La mujer no hacía más que dar voces. Los chiquillos que juegan en la plaza, al oírla, se acercan. La puerta contigua a la de la botica era la que daba acceso a la vivienda. Era puerta alta de madera repintada mil veces en color marrón oscuro. Tenía una aldaba color plomo viejo con forma de puño que sujetaba una bola cuya misión era la de martillear el llamador. Sobre la puerta, en el dintel, una vidriera adornada con un motivo religioso llamaba la atención.
– ¡¡¡Don Manuel, Don Manuel!!! – gritaba la mujer mientras golpeaba la puerta una y otra vez. ¡¡¡Don Manuel, por Dioos!!!
– Ya Vaaaa, Ya Vaaaa. La voz quebrada del boticario sonaba acercándose. Después de dos giros de llave, la puerta se abre. La mujer se apresura sobre el pecho de Don Manuel cogiéndolo por las solapas de la chaqueta.
– Don Manuel, mi marido, por Dios, la yunta, que le ha pasado por encima. Está muy mal, no puede respirar. ¡¡¡Corra, por Dios. Don Manuel, corra!!!.
El boticario, presagiando lo peor, encomienda a su mujer que mande buscar a Don Ataulfo que debía estar en el pueblo de al lado, a apenas 3 km. El hombre coge lo que buenamente puede y se decide a salir de manera rauda. Sus pasos eran entrecortados. Dos o tres más rápidos, como si quisiese echar a correr pero sus rodillas opinaban lo contrario por lo que los siguientes eran más pausados. En el pequeño maletín que portaba a modo de primeros auxilios poco podía llevar para esta ocasión pero no le quedaba otra alternativa.
Pronto llegaron a la hacienda. Unos cuantos campesinos se agolpaban en corro en torno a un hombre que yacía tumbado en el suelo con la cabeza apoyada en dos sacos liados a modo de almohada o cojín para facilitarle la entrada de algo de aire. Su respiración era entrecortada por lo que ya empezaba a notarse en su piel la falta del oxígeno necesario para respirar. La yunta le había pasado por encima en un infortunado accidente al caer de lo alto del carro por delante de la viga justo cuando los animales comenzaban la ardua tarea del arrastre. La enorme rueda de madera pasó sin piedad por encima de su pecho recorriendo desde el hígado hasta el hombro izquierdo.
– ¡¡¡Dejen paso, dejen paso!!!. -Espetó el boticario a la muchedumbre que rodeaba al accidentado.- ¡¡¡Usted!!!, aparte a esa gente. Vamos, ¡¡¡ATRÁS!!!. Dejen que entre el aire, ¡¡¡ATRÁS!!!. ¡¡¡LOS NIÑOS!!!, ¿QUE HACEN AQUÍ?. – Con las prisas, el pobre hombre no se dio cuenta que toda la chiquillería de la plaza, sin duda alertados por los gritos de la mujer, lo habían seguido.-
El hombre, semiincosciente y moribundo luchaba a duras penas por mantenerse despierto. Tosía con dolor. Don Manuel, arrodillado, le abrió la camisa y pudo ver las señales que la rueda dejó en el pecho. Tenía el tórax hundido y el pulso era muy débil. Solo le bastó una única y simple exploración para ver la gravedad. Don Manuel bajó los brazos levantando lentamente la mirada, entrecerró los ojos e hizo un gesto negativo con la cabeza anunciando el fatal desenlace. Un silencio sepulcral invadió a los presentes mientras se despojaban de los sombreros y boinas, silencio que sólo se vio reventado por los desgarradores gritos de la pobre mujer al verse conocedora del fallecimiento de su marido.
II
– ¡Carmencita, coge el misal!. Y el rosario, que no se te olvide. Ven y me ayudas a colocarme el velo. Anda, alárgame la caja de las horquillas. Venga, y date prisa que tenemos que irnos. La niña estaba en silencio. No sabía como decirle a su abuela que no quería ir. Aún resonaban en cabeza aquellos gritos desgarrados que la pobre mujer profería al ser conocedora del fatal desenlace de su marido.
La tarde caía. El pueblo estaba convulso. La muerte de José “el de la Vicenta” había conmocionado a los vecinos. Una vez habían vuelto todos de sus quehaceres se disponían pasar por la casa para dar el pésame. Carmencita, junto a su abuela, llegaron a la casa. En la puerta, los hombres formaban corros mientras fumaban “caldo de gallina”. Era como se llamaba comúnmente a una picadura de tabaco de liar de muy baja calidad y que era muy popular entre los fumadores que “no podían permitirse otros dispendios”.
– Buenas tardes tengan ustedes. No somos nadie. Que desgracia tan grande. -Dijo en voz alta Carmela, la abuela de la niña.
– Buenas tardes repitieron casi a la vez en tono sosegado todas las personas que allí había. La abuela pasó al interior con Carmencita. Las vecinas, todas, aportaban lo que buenamente podían. Un poco de café, algo de comer, sillas, de todo, para que el velatorio fuese lo más acogedor posible. La madre de José, una mujer con la piel curtida y arrugada, sin duda castigada por los años, con la expresión perdida y la mirada seca por el dolor se mostraba firme con la rabia contenida. Era ayudada por algunas vecinas, las más allegadas, para amortajar a su hijo. Había perdido a su marido en la guerra y a dos de sus hijos en los años posteriores; uno, víctima de la hambruna y el más pequeño, de tuberculosis. La muerte del mayor, ahora que las cosas empezaban a tranquilizarse, le había pillado por sorpresa.
Ya se oían los primeros rezos del rosario que algunas vecinas habían comenzado a relatar en la habitación contigua. Carmencita, aferrada a la mano de su abuela, oía una y otra vez la letanía mántrica de aquellos salmos invocando a los arcángeles para que se apiadasen del alma del malogrado vecino mientras las mujeres mecían con acompasados movimientos la cabeza hacia delante y atrás. Tres luces de mariposa sobre una taza de cristal con agua y aceite alumbraban el pasillo. Provenían llantos del fondo de la casa. La mujer, desconsolada junto a a un grupo de plañideras, no paraba de lamentar la mala fortuna. Sus hijas, aferradas a su madre, lloraban.
Las mujeres que amortajaban al desdichado vecino comenzaron a salir de la habitación que servía de capilla ardiente. José “el de la Vicenta” yacía, ahora sí, aseado y medianamente arreglado. Lucía un traje gris oscuro con un chaleco y una camisa bien planchada abotonada hasta cuello. Sobre la cara, un pañuelo bordado con sus iniciales tapaba su rostro al completo. Era muy de costumbre en el pueblo, tapar la cara del muerto si éste presentaba signos de dolor o mal gesto, seguramente motivado por el sufrimiento previo a la muerte. Sus manos, entrelazadas sobre el abdomen, sujetaban un crucifico de madera. Unos cirios encendidos, dos sobre la cómoda a los pies del difunto y otros dos, uno en cada mesita de noche, bañaban de color rojo la habitación aportando un punto más lúgubre a la estancia. Carmencita pudo ver la escena desde la puerta mientras iban entrando algunos hombres. Al ver que su abuela le había soltado la mano para dar el pésame a la madre doliente, aprovechó para salirse a la calle. En la puerta de la casa del difunto ya se agolpaban los vecinos en bullicio. La niña se apartó, algo tímida y se apoyó con la espalda con sus manos pegadas contra la pared. Levantó una pierna apoyando la suela del zapato contra la fachada. Observaba a la gente. Pudo ver a Juan, el joven que estaba con el malogrado vecino en el momento del accidente. Estaba nervioso y con los ojos llorosos. No hacía más que culparse una y otra vez del accidente.
Juan era un joven de apenas 17 años. Su padre lo había recomendado al dueño de las tierras para que trabajase con él en ellas. Se estaba especializando en el transporte con bestias por lo que los arrieros y carreros se lo llevaban para que fuese cogiendo experiencia. Entre las tareas del aprendiz estaba la de sujetar a las bestias mientras se ajustaban bien los aperos y la carga del carro. No era labor complicada pero sí fundamental. Había que tener echada la galga para que la zapata friccionara contra la rueda a modo de freno ya que algún despropósito podía provocar que los animales arrancasen la marcha en el momento menos adecuado y provocar un accidente. También era costumbre poner en la rueda un calzo. Era una piedra que normalmente se ponía a modo de traba para dificultar el arranque inesperado de la yunta sobre todo si el terreno tenía alguna inclinación. Así lo estaba haciendo Juan. Sujetaba la yunta de bueyes mientras José ajustaba la carga desde la viga del carro pero olvidó echar la galga y poner la traba. Se confió. Una perrilla que se había metido entre las patas de los bueyes provocó con sus ladridos que uno de ellos se espantase. El tironazo que dió del carro provocó que José cayera al suelo justo delante de la rueda derecha.
– Si hubiese sujetado bien a las bestias, como él me dijo… ¿Por qué no le hice caso? -Repetía una y otra vez maldiciendo contra el suelo.
– No es tu culpa Juan, deja de castigarte de esa manera. Apuntaba un vecino intentando consolarlo. Otro vecino, callado, miraba de soslayo con gesto de rabia contenida al corro que formaban los “señoricos” del pueblo que estaban acompañados por el alcalde y un aguacil. En él, estaba Don Ceferino, dueño de la finca donde había ocurrido el accidente. Se les notaban nerviosos y mascullaban frases entre ellos mirando de reojo a los demás.
A Carmencita se le iluminaron los ojos. Vio a lo lejos como se acercaba Don Ignacio, el párroco del pueblo. Era un hombre alto con la mirada severa y arrogante. Tenía poco pelo y unas pequeñas gafas redondas que se apoyaban casi en la punta de la nariz lo que hacía que mirara por encima de ellas cuando se trataba de mirar a lo lejos. Andaba con paso firme. Portaba un libro y un rosario que sujetaba con ambas manos sobre el abdomen. A su lado iba un niño. Su andar era muy distinto al del cura. Aunque le seguía el ritmo, sus pasos no eran tan acompasados. Don Ignacio lo había arrancado de su lugar de juegos en la plaza para dar una extrema unción. seguía en la plaza y no iba con él. Llevaba en su mano derecha el acetre, esa especie de “calderillo” de plata labrada que contenía agua bendita. El monaguillo iba ataviado con un túnica negra, no la roja, ya que la ocasión así lo requería tocado con un roquete blanco de lienzo fino y mangas anchas colocado sobre la sotana. El cura se paró en el grupo donde estaba el alcalde y los señores del pueblo. El niño vio a Carmencita y aprovechó el descuido del párroco para ir a su lado. La niña, al verlo se sonrojó y bajo la mirada ocultando unas sonrisa nerviosa provocada por la vergüenza que le daba cada vez que el monaguillo se le acercaba.
– Hola Carmencita – dijo el monaguillo. – Hola, dijo la niña mirando el suelo. – ¿jugamos? – Vale.
Y el niño soltó el acetre en el poyo de la ventana, por dentro de la reja, sin importarle lo que Don Ignacio dijese, que a buen seguro diría y algún que otro pescozón le propinaría porque no era hombre de buenos amigos y, mucho menos, de indisciplinas. Y se fueron lejos de allí, cogidos de la mano y dando saltos, hasta las encinas, soñando que estaban lejos… muy lejos.
Cuando las nubes bajas no se atreven a entrar en el mar y se quedan flotando en el ambiente, así, como temerosas, como un adolescente ansioso incapaz de zambullirse en el agua fría. Es un momento curioso, donde la naturaleza juega a perderse en su propia timidez.
Hablaba este que suscribe, en un post anterior, de la diferencia entre ver, mirar y observar. Que no sólo es ver o mirar sino que también es observar ya que, mientras ver o mirar es una acción más bien física, la simple recepción de estímulos visuales, observar, en cambio, va más allá de lo físico. Implica una intención, una dirección, una carga emocional y cognitiva.
Porque hay miradas y miradas. Hay, por ejemplo, miradas que pueden establecer una conexión entre dos personas, incluso sin mediar palabra. Miradas que pueden transmitir emociones como amor, odio, tristeza, alegría, curiosidad o desconfianza.
Hay miradas que, según en la forma en la que miramos o somos mirados están influenciadas por dinámicas de poder. La mirada puede ser una forma de control, de dominación o de sumisión.
Hay miradas que no siempre podemos descifrar la verdadera intención que llevan detrás. Alguien nos puede sonreír con los labios pero tener una mirada fría, revelando una contradicción entre lo que muestra y lo que siente.
Hay miradas de soslayo que pueden indicar timidez, desconfianza o algún interés oculto.
Hay miradas fijas y directas que pueden ser señal de confrontación, desafío, o también de una profunda atención e interés.
Hay miradas perdidas que pueden denotar distracción, apatía o tristeza.
Hay miradas con los ojos entrecerrados que, a menudo, asociamos con el escepticismo y la duda.
En definitiva, que hay miradas que transmiten información sin necesidad de palabras. Miradas que expresan emociones (alegría, tristeza, enojo, miedo, amor, odio), intenciones (interés, desinterés, desafío, sumisión), y estados mentales (concentración, distracción o confusión).
Y luego está la de este elemento, al que sorprendí (o me sorprendió él a mí) en una esquina anónima del mundo, mientras pedaleaba con el amigo Paco y que, en apenas tres segundos, lejos de montar un drama, con sólo una mirada me lo dijo todo.