
Y allí estaba, solo, tenaz, ajeno, camino de lo más alto, arremetiendo contra su destino, sin pensar que una piedrecilla que cae o una tormenta que se desate puede borrarle del mapa. Quizás por eso relativiza mucho las cosas y entiende lo que es más importante.
¿Pero, no es muy arriesgado lo que haces?, le pregunté.
No existe sacrificio para el que quiere triunfar, -me dijo- porque «triunfar es simplemente tener la entereza para alcanzar nuestros metas».
Quizás la vida se presenta como si tuviésemos que subir una montaña. Subir despacio, firme y disfrutando de cada momento.
Todos tenemos nuestro propio Everest que escalar – me dijo-. Cuanta más incertidumbre tienes a lo largo del ascenso, más satisfacción tienes al llegar a la cima. Podrás llegar hasta donde hayas soñado, no importa el camino recorrido, ni el que queda por recorrer. No me importa cuan lleno esté de espinas, de baches, de impedimentos. No me importa, siquiera, estar solo. El ritmo lo pones tú, la constancia y perseverancia también. Solo tú puedes decidir si los contratiempos encontrados te servirán para quejarte o para avanzar.
Antes o después de nuestro Everest, las metas pueden ser infinitas, sólo nos falta dar un paso más, es así cuando el reto se hará irresistible y nuestro afán indestructible.





































