
A priori, cuando se divisa desde una perspectiva más o menos certera, la torre Eiffel posee un encanto conmovedor que no deja indiferente a nadie.
Con sus 325 metros de altura domina con majestuosa soltura la linea del horizonte parisino, eclipsando a todo el conjunto de la ciudad. Hoy en día sería impensable imaginar un París sin su musa, sin su esbelta figura alzándose hacia el cielo.
Pero por dentro, cuando la divisamos desde los más profundo de sus entrañas, podemos ver que se compone de un amasijo de hierros. Eso sí, un amasijo de hierros pero… bellamente atornillados.
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